Encarnación del espíritu - Por Luiz de Mattos

La Tierra es un mundo escuela, una oficina de aprendizaje y trabajo, un ambiente adecuado donde el espíritu promueve su evolución en tiempo más o menos extenso, de acuerdo con el aprovechamiento alcanzado en cada una de las incontables encarnaciones por las que necesita pasar en el planeta.

Conforme consta en el Capítulo 3 de este libro, titulado “Espacio”, los espíritus, en sus mundos de preparación, están distribuidos por clases, según la evolución de cada uno. Los que cumplen etapas del proceso evolutivo aquí en la Tierra pertenecen, con excepción de casos especiales, a los mundos densos, opacos o intermedios. Asimismo, los espíritus se mezclan intensamente al encarnar, formando pueblos de estructuras heterogéneas, como conviene a un mundo de aprendizaje.

Los seres que saben más, los que disponen de mayor formación, de mayor bagaje de experiencia, enseñan a los que saben menos aquello que, por su turno, aprendieron de otros.

Para asimilar bien las lecciones de la vida, necesitan encontrar en los semejantes cualidades y conocimientos que aún no poseen. Exactamente por ese hecho es que se ve, con frecuencia, personas de espiritualidad muy diferentes en una misma familia.

Determinado a encarnar y, tomando en consideración las perspectivas relacionadas a su grado evolutivo, el espíritu escoge dentro de lo que está a su alcance, la nación, la familia y otras condiciones que le puedan favorecer en el proceso de desarrollo. En el momento de la concepción se forma una conexión de naturaleza vibratoria entre él y el óvulo fertilizado.

Al dejar las dimensiones más sutiles, que constituyen su mundo de preparación, proyectándose en los niveles más compactos de la materia física, la partícula de la Inteligencia Universal, en la condición de espíritu, se rodea con campos interligados al planeta, recogiendo de cada uno de ellos la materia necesaria para la manifestación y expansión de sus facultades.


Cada campo posee funciones específicas. Hay, por ejemplo, los que están asociados a las diversas graduaciones de los procesos emocionales, otros que responden al ejercicio de funciones mentales y aun otros que están ligados a las corrientes revitalizantes de los propios campos.

El conjunto de extractos oriundos de los diferentes campos, absorbidos por la partícula de la Fuerza Creadora, genera un campo individualizado de energía, asociado a ella, denominado cuerpo fluídico. Es a través de ese cuerpo que el espíritu interacciona con el cuerpo físico en formación.

Las emanaciones radiantes provenientes de las vibraciones del cuerpo fluídico van a originar en torno al cuerpo físico un halo luminoso que puede ser captado a través de la percepción extrasensorial de médiums videntes.

A medida que el cuerpo físico se desarrolla en el útero materno, el espíritu comienza a ligarse a él, gradualmente, a partir del tercer mes de gestación, a través de cordones fluídicos. Se observa, por medio de investigación mediúmnica, que ese cuerpo denso es modelado a partir de una matriz fluidica, también llamada matriz etérea, constituida en obediencia a leyes que regulan los procesos naturales en dimensiones superiores a las terrenas.

Los campos etéreos son campos de energía permeables y vitalizan los diversos campos, posibilitando el flujo de energía entre ellos.

El espíritu toma posesión del cuerpo físico en ocasión del nacimiento. No obstante, el despertar para la realidad física sólo se hace paulatinamente, extendiéndose hasta, más o menos, el séptimo año de vida, edad en que se consolidan las ligazones entre los cuerpos.

En los primeros años de existencia, los niños viven parcialmente en las dimensiones síquicas y eso es evidenciado cuando muchos de ellos están absortos, conversando con amiguitos invisibles, viendo cosas y oyendo voces que, a los adultos, suenan como invenciones y fantasías.

Tales fenómenos, no obstante, cesan con el tiempo y los niños pasan a focalizar la atención en la realidad física que las cercan. En esa fase, ellas son también muy susceptibles a las influencias síquicas del medio en que viven. Se presentan sin reservas y revelan, desde tierna edad, tendencias plasmadas en encarnaciones pretéritas. Es el momento más adecuado para definir y colocar en práctica estrategias educacionales que las conduzcan al crecimiento espiritual. 

Es importante, por eso, que los adultos, principalmente los padres, sean concientes de esos hechos, a fin de orientarlos con acierto, proporcionándoles un ambiente síquico favorable al desarrollo de una personalidad espiritualmente equilibrada.

Al consumarse la encarnación, los espíritus pasan a estimular campos que pueden ser considerados localizaciones de energía, que interaccionan unos con otros y con el campo general de energía universal.

Simplificando, se puede decir que el ser en acción en la dimensión física está constituido por:   

● espíritu (principio inteligente e inmaterial)
● cuerpo fluídico (materia diáfana)
● cuerpo físico (materia densa)

Con esa estructura tendrá que ejercer las funciones terrenas y vivir distintamente, las dos vidas: la material y la espiritual, cumpliendo una de las más importantes determinaciones de las leyes naturales, la reencarnación.

El espíritu, para el cual está dirigida la atención del lector, es quien gobierna los dos cuerpos – el fluídico y el físico – siendo, por lo tanto responsable por todas las manifestaciones de vida.

Las transformaciones por las cuales pasa la materia, a la que están sujetos los dos cuerpos mencionados, jamás alcanzan al espíritu. Inmaterial, eterno e inmutable en su esencia, él ofrece admirables demostraciones de potencialidad y valor a medida que evoluciona.

El cuerpo fluídico es, entonces, la ligazón entre el espíritu y el cuerpo físico del ser. Él está preso al espíritu en razón de la vibración permanente de éste, y envuelve todo el cuerpo físico.

Durante el sueño, el espíritu se aleja con el cuerpo fluídico – del cual no se aparta nunca – sin interrumpir la unión con el cuerpo físico, al cual continúa a transmitir el calor y la vida a través de los cordones fluídicos.

Por más extensas que sean las distancias que separan al espíritu del cuerpo físico, jamás la conexión entre ellos se interrumpe, no sólo porque tal interrupción significaría la desencarnación, como por la naturaleza de los cordones fluídicos, que se extienden sin límites. Siendo así, el espíritu y el cuerpo fluídico solamente dejan definitivamente el cuerpo físico después de su fallecimiento.

El cuerpo físico es una obra admirable de la Inteligencia Universal, capaz de proporcionar al espíritu los recursos materiales necesarios para efectuar en el planeta Tierra un curso de perfeccionamiento en innumerables encarnaciones, indispensables a su ascensión a un ambiente de mayor espiritualidad, en un plano más elevado de la evolución.

El cuerpo físico puede ser presentado como una perfecta y acabada pieza escultural. La ciencia médica de él se ocupa, estudiándolo en sus mínimos detalles. Y no es pequeño el número de científicos que ya admiten que los desórdenes del espíritu -como las perturbaciones emocionales- son la causa de gran parte de los desarreglos físicos, formando todo un cuadro de anomalías y enfermedades, cuyo origen ya no constituye secreto para ellos.

El espíritu al encarnar se aísla de su pasado, se olvida por completo de las existencias anteriores, apenas retiene en el subconsciente las enseñanzas oriundas de las experiencias por las cuales pasó y las tendencias resultantes del uso que hizo del libre albedrío. Eso representa un gran bien:

Primero; porque el velo de la materia impide que se reconozcan desavenencias de otras existencias, posibilitando la reconciliación, aproximando sin resentimiento ni malquerencia.

Segundo; porque el espíritu, sin la visión temporaria de los errores del pasado, que tantas veces humilla, avergüenza y hasta subyugan, aniquilando la voluntad, se posiciona mejor para una nueva existencia, en cada pasaje terreno. Todo cuanto de bueno adquirió con esfuerzo y trabajo conserva para siempre, y ese patrimonio espiritual le sirve de valiosa colaboración en cada encarnación, facilitando la conquista de nuevos conocimientos, de nuevas cualidades y de mejor perfeccionamiento de sus atributos. Así han hecho y continúan a hacer millones de espíritus en su trayectoria por este mundo, en una extensa serie de encarnaciones.

El ser humano pasa por diferentes fases, en cada una de las cuales podrá recoger valiosas enseñanzas.

Esas fases son:

Infancia,
Juventud,
Madurez y
Vejez.

En todas ellas tiene deberes a cumplir, trabajos a realizar, obligaciones a satisfacer. La dinámica de la vida exige acción permanente. Pero acción dignificante, provechosa y constructiva, en beneficio propio y del semejante. Las cuatro fases mencionadas solamente poseen sentido en el plano físico. Ellas se relacionan únicamente con el desarrollo y duración de la existencia terrena, sirviendo para establecer la diversidad de experiencias y enseñanzas en el curso de una encarnación.

Se da el nombre de infancia al periodo que se extiende desde el nacimiento a la pubertad. En ella se construye la base que irá a sustentar la formación del carácter.

El miedo es uno de los perniciosos males que más inquietan, angustian y martirizan al ser humano. Sus raíces pueden comenzar a crecer en la primera infancia, cuando tantas cosas erradas son inculcadas en la mente de los niños; como ciertos cuentos infantiles, en que aparecen bichos comilones, fantasmas, lobisones y tantas invenciones, muchas veces causantes del complejo de temor que se va apoderando de los niños y por la nefasta influencia que tal complejo pasa a ejercer durante toda la vida.

Combatir, durante el proceso de educación de los niños, todo cuanto pueda contribuir para tornarlos tímidos y miedosos, evitando, necesariamente, los caminos extremos que conduzcan a la imprevisión y a la temeridad, es deber que se impone a todos los que tuvieren parte de responsabilidad para con ellos. Es de importancia fundamental las enseñanzas que fueren suministradas al niño en esa delicadísima etapa de la vida, a través de lecciones del más alto sentido moral y, sobre todo, de ejemplos repletos de valor, para que sean bien asimilados y contribuyan para la formación de una personalidad valerosa.

A la infancia siguen los años de juventud, que se sitúan entre lo que se concibe generalmente por menor y por adulto.

La juventud comienza en la pubertad, extendiéndose hasta la madurez. Es la edad de la razón, en que están presentes, de modo general, las más altas aspiraciones y los grandes ideales de la vida. El sentido de espiritualidad está presente en esas aspiraciones, en esos ideales, principalmente si en la infancia el niño tuvo la felicidad de recibir principios educativos elevados.
 
Una nación será grande en la medida que pudiere confiar en su juventud, para lo cual se dirigen, permanentemente, las esperanzas de los más viejos.

A la juventud continúa la madurez, en que el ser humano tiene, a su favor, la experiencia alcanzada en los períodos anteriores de la vida. Él podrá ser, en esa etapa, un timonero  seguro y competente, sirviéndole de mucho la suma de conocimientos adquiridos.

La persona alcanza el apogeo en la madurez. Su cuerpo físico alcanzó la vitalidad máxima, permitiendo al espíritu transmitirle la plenitud de su capacidad constructiva.

La vejez representa la última etapa de la vida. Eso es comprensible: el cuerpo físico no es más que la máquina al servicio del espíritu, del que recibe calor, acción, movimiento y vida. Esa máquina, como todas las máquinas – está sujeta a la acción del tiempo, a los desarreglos y desgastes que son mayores o menores, de acuerdo con el cuidado que se le fuere dispensando. Y, convengamos, no faltan los desatentos, los indiferentes y los desprolijos. Algunos se entorpecen con los vicios, que producen en el cuerpo físico daños que a menudo son irreparables, acarreando su ruina.

La vida bien vivida conduce a una vejez sana y feliz. En esa fase, sin embargo, aunque plenamente lúcido, el ser humano no puede, como es comprensible, manifestar la misma fortaleza de la juventud y el vigor y dinamismo revelados en los períodos anteriores. Y eso se debe por la natural disminución de la capacidad física.

Las actividades en este mundo son diversas y son muchos los medios por los cuales se procesa la evolución. No obstante, ni todos los seres humanos cuentan con iguales posibilidades, pero lo que importa, por encima de todo, es ennoblecer el sentido de la vida, mismo en los trabajos más rudos y humildes.

Son felices las personas que saben dar al mundo inequívocos ejemplos de valor y honradez. El interés por el bienestar general, el comportamiento familiar, la preocupación constante direccionada para la educación de la prole, la disciplina y el amor al trabajo son algunos de esos ejemplos.

La moral social se define por el grado de evolución espiritual. Cada pueblo posee una concepción propia de la vida. Mismo así cuanto más se avanza en el terreno de la civilización, más patentes y fuertes se evidencian los preceptos de la moral y de la honra.

La educación de los seres humanos no se limita al período de la infancia, en que más influyen los padres. Preparados para dirigirse por sí mismos, ya adultos, deben ir recogiendo el mayor acopio de experiencia que les fuere posible alcanzar, a través de la observación y del testimonio de las cosas que ocurren en su entorno o del que hubieren tomado conocimiento.

El éxito o el fracaso de los otros, las causas, las razones, los motivos de las alegrías o de los sufrimientos por los que pasan, constituyen valiosas lecciones que deben aprovechar todas las personas, para no incidir en los errores que causaron dolor y el perjuicio ajeno y para poder tomar los caminos que llevaron al semejante al triunfo y al bienestar.

Los variados niveles sociales que existen en la Tierra se justifican, en parte, no sólo por tratarse de un mundo escuela, como también por las fallas que se observan en la educación de sus habitantes.

El individuo mal educado restringe su campo de acción al propio nivel en que vive, tornándose indeseable en los planos superiores de educación. De ahí la necesidad que tiene toda persona de no  ahorrar  esfuerzos en el sentido de mejorar sus condiciones sociales, contribuyendo para la elevación de los índices de moralización en el planeta.

Si la persona se torna inferior ante del prójimo cuando practica acciones condenables, reveladoras de escasez de principios morales y educativos, mas inferior se sentiría y con vergüenza de sí misma, si tuviese la conciencia espiritual vigilante y despierta para apreciarlas y analizarlas.

Vivir con eficiencia implica cuidar de la salud moral y física, participar activamente del esfuerzo común de la humanidad para mejorar las condiciones del mundo, procediendo siempre con disciplina, método y orden.

Los seres deben respetarse a si mismos y al prójimo, ya que no es concebible una existencia terrena digna y bien ajustada al interés común sin respeto. Tratar sin respeto al semejante es revelar carencia de principios educativos y cometer una indignidad. El respeto debe existir entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre hermanos y, de modo general, entre todos los seres. No hay germen más pernicioso y destructor del sentimiento de amistad que la falta de respeto. La intimidad no exime, de ninguna manera, del trato respetuoso.

El principio de autoridad -indisociable de la fidelidad a los dictámenes de la moral, de la moderación y de la justicia - jamás deberá ser ejercido con despotismo e intolerancia. Aunque muchas personas se impongan por el temor que sus actos infunden, la verdadera autoridad, la más auténtica, la más legítima es magnánima y justa, tornando a aquellos que la ejercen queridos y respetados. Eso no quiere decir que abdiquen ellas del derecho – y hasta del deber – de usar energía y severidad cuando fueren necesarias. Lo que no deben, nunca, es excederse o de tornarse prepotentes y arbitrarios. Quien tiene autoridad precisa reflexionar bastante antes de tomar cualquier medida, para reducir al mínimo la posibilidad de cometer equívocos y practicar injusticias.

Todos los habitantes de este mundo escuela son imperfectos. Unos, evidentemente, más que otros. No hay, pues, quien no esté sujeto a errores. Muchos de esos errores son involuntarios. Otros resultan del mal uso del libre albedrío. Se dice que: “errar es humano”, nada más cierto, sin embargo, una vez convencido del error, cumple a cada uno honestamente reconocerlo y esforzarse para no volver a errar. Esconder los errores en lugar de combatirlos es práctica común, pero altamente perjudicial al perfeccionamiento del espíritu.

La mayoría de las personas excepcionalmente proceden con imparcialidad y justicia en el juzgamiento de sus propios actos. Aún aquellas que encaran con severidad las malas acciones ajenas, para las cuales tienen siempre palabras de censura y condenación, no escapan a la tendencia general con relación a las propias faltas, que es la de justificativa amplia, indulgente y absolutoria. Con ese procedimiento, los errores acaban por incorporarse a los hábitos y costumbres humanos, perdiendo el individuo el respeto que debe a sí mismo y corrompiendo su carácter y dignidad. Lo que todos deben y precisan hacer es encarar, valientemente, las faltas cometidas y disponerse a eliminarlas con el poder de la voluntad.

La integridad deberá constituirse en permanente preocupación del ser humano, que mucho se beneficiará si consigue perfeccionar, por lo menos, una de las muchas facetas de ese precioso tesoro moral. Nadie puede llegar al fin del ciclo de encarnaciones terrenas mientras no hubiere alcanzado elevado nivel de integridad.

En este mundo no faltan subterfugios astutamente creados para proporcionar situaciones ventajosas, pero deshonestas. Los débiles siempre capitulan ante ellos. Los fuertes resisten, los que resisten vencen, y las victorias fortalecen. Pues es de la suma de esas victorias que se forman seres verdaderamente íntegros. Pero, entiéndase: no se perfecciona la conducta moral apenas porque no se vende la conciencia. Es preciso más, es necesario sentir la vida en toda la grandeza y plenitud, para reconocer que solamente es perfectamente íntegro quien – además de la honra – está siempre dispuesto a contribuir para el bien general, y es justo, digno, leal y valeroso.

El perfeccionamiento debe tornarse la principal preocupación del ser humano en los diversos ramos de la actividad. Para eso, tienen necesidad de esmerarse en el desempeño de sus obligaciones, procurando ejecutar el trabajo con la dedicación de que fuere capaz.

Sin la atención, interés, conocimiento, esfuerzo, alegría, buen humor y la inexorable disposición de alcanzar resultados positivos, no se camina para el perfeccionamiento, y éste, invariablemente ligado a la evolución, es la razón principal de la venida del espíritu a la Tierra. No hay posibilidad de progreso espiritual fuera del campo del perfeccionamiento.

Por eso mismo, es el perfeccionamiento espiritual, el gran y poderoso aliado de los seres humanos. Conquistarlo, en todas las oportunidades y por todos los medios, es deber que se impone a los que realmente desean progresar, aprovechando bien la existencia. Como no hay tiempo para perder, deben procurar aprender hoy lo que aún  ayer no sabían, concientes de que cada conocimiento nuevo representa un bien más, un valor más que se incorpora al patrimonio espiritual.

A los que no tuvieron la felicidad de frecuentar escuelas, es importante recordar que la Tierra es un mundo donde podrán aprender las más variadas lecciones, pues buenas enseñanzas no faltan. Muchas son las materias que componen el curso que compete al espíritu hacer en los innumerables pasajes por este planeta. Los alumnos desprolijos, desatentos y reacios, deben siempre repetir las lecciones.

Si la humanidad se compenetrase de lo que representa una existencia bien aprovechada, no se constatarían en la Tierra tantas fallas y poco caso por los valores espirituales.

Cuanto más adelantado fuere el ser humano, más reconoce la inmensa  distancia que lo separa del saber absoluto, que exige una eternidad de estudios. El verdadero sabio no pierde la conciencia de sus limitaciones, por eso se esfuerza por aprender siempre más y más. De modo general es modesto y sin pretensión, al contrario de los individuos que andan siempre preocupados en exhibirse y en hacerse pasar por alguien de gran talento e importancia. Muchos de éstos no perciben del ridículo a que se exponen cuando hacen de si mismos – de su inteligencia, de su bondad, de su valor – el objeto de la conversación.

El alarde de atributos hipotéticos o reales no le queda bien a nadie. Por eso, hay necesidad de comedimiento, de moderación en los gestos y en las actitudes que deberán constituir un sano hábito en la vida de los seres humanos, para conducirse siempre con ejemplar dignidad. Los ejemplos de honradez constituyen la más alta contribución que pueden dar a la sociedad.

La honradez no se limita a la puntualidad en los pagos, a la exactitud en las transacciones y a la fidelidad en los contratos. Ella exige, por encima de todo, firmeza de carácter, sentimientos elevados, desprendimiento y valor, lealtad inflexible y rectitud en el cumplimiento del deber.

El Universo, considerado en sí mismo, es todo movimiento y acción. Los grandes artífices del progreso del mundo fueron trabajadores incansables. Los ejemplos de dedicación al trabajo son de los más útiles a la causa de la humanidad. Los que viven en la ociosidad no pasan de parásitos sociales y aprovechadores del trabajo ajeno, aun mismo cuando dispongan de fortuna y se juzguen personajes importantes.

El ser humano se ennoblece y dignifica tanto con el trabajo brazal como en el intelectual, artístico o científico. Lo que da provecho al espíritu no es la naturaleza del trabajo, sino el valor moral y la satisfacción con que es realizado. Siendo así, todos deben procurar el trabajo, que corresponda a su vocación para ejecutarlo con alegría y entusiasmo, no considerándolo un castigo, ya que sin él jamás darían un paso en el camino de la evolución.

Constituyen acciones meritorias del más alto interés humano las obras culturales que se escriben, las escuelas que se instalan, las bibliotecas que se fundan, las organizaciones científicas que se establecen y los trabajos que se realizan con la finalidad de instituir e incrementar, en todo el planeta, el intercambio intelectual, material y espiritual entre los seres. Bajo ese aspecto, se incluyen también las iniciativas destinadas a fomentar la producción industrial, mineral y agrícola que preserven el medio ambiente y contribuyan para el bienestar de la colectividad.

Desempeñarse en cualquier función exige celo, dedicación e interés por alcanzar el mejor resultado posible. Los ejemplos deben partir de todos, ya que sólo tiene autoridad para exigir aquel que sabe cumplir sus deberes.

La falta de celo en el desempeño de cualquier función hiere el carácter, empaña al individuo y menoscaba su conducta, errando contra si mismo, quien se caracteriza por el descuido, desprolijidad  y negligencia.

El trabajo humano aunque parezca aislado es de coordinación y cooperación mutua, estando directamente interesados todos los seres. Los que ejecutan mal su parte por falta de celo y dedicación revelan cualidades negativas y pobreza del sentido de responsabilidad.

Para ser bien aprovechado el tiempo, se  debe organizar una planificación inteligente de trabajo, de manera que los compromisos sean ejecutados en horas apropiadas. Trabajar, descansar y recrearse son tres importantes necesidades humanas para producir un mismo resultado: que es el bienestar físico y espiritual. Cada cual debe escoger el horario que mejor le sirva a sus conveniencias y a las exigencias del trabajo, pero sin descuidar el reposo y el recreo. Solamente así encontrará placer en el trabajo, provecho en el descanso y alegría en la diversión, factores que contribuirán para la salud y el bienestar.

Siempre que los recursos lo permitieren, la economía no debe impedir la buena presentación ni el bienestar  de la vida en material, moral e intelectual del ser humano. Tan condenable es el desperdicio como la mezquindad y la avaricia. Todos deben repeler los vicios, abstenerse de lo superfluo, oponerse al desperdicio y al despilfarro, pero sin privarse de lo necesario.

Es necesario comprender que los bienes materiales pertenecen a la Tierra y que en ella quedarán, siendo los seres humanos nada más que administradores o, transitoriamente, usuarios de esos bienes.

Proceder egoístamente, esclavizarse a los valores puramente materiales, en la falsa suposición que de ellos depende la felicidad, es un engaño, y de los más graves, en el que incurren gran número de seres.

El patrimonio que acumula la persona a lo largo de cada jornada terrena está representado, exclusivamente, por las acciones meritorias que practica, son, los únicos bienes que llevará consigo y le llenará de alegría y felicidad en el plano espiritual.

Todos los seres humanos están dotados, entre otras, de la facultad de intuición: más receptiva y sensible en unos que en otros. Por medio de ésta, espíritus desencarnados que deambulan en la atmósfera fluídica de la Tierra en estado de perturbación – en su conjunto designados de astral inferior por el Racionalismo Cristiano - interfieren en la vida de las personas, instigándolas – cuando éstas no reaccionan por medio del pensamiento activado por la voluntad conciente – a cometer los peores actos, haciéndoles llegar, frecuentemente, a la obsesión. Contra esas influencias son inútiles las peticiones infundadas a hipotéticos protectores, generalmente formuladas por los que desconocen estos principios básicos y fundamentales de la vida universal: atracción y repulsión, acción y reacción, causa y efecto.

Así siendo, los seres precisan conocer la acción del pensamiento, el poder de la voluntad, la fuerza síquica de atracción, que tanto podrá ser ejercitada para el bien como para el mal, acorde la naturaleza de los pensamientos que la dinamizan y, consecuentemente, los recursos que poseen para –indistintamente- atraer el bien y repeler el mal. Los deberes materiales y morales deben estar siempre presentes en la conciencia de todos, pues la vida reclama, a cada paso, una actitud, un movimiento, un gesto, una palabra que traduzca el cumplimiento del deber.
Cumplir el deber significa: ser honrado, respetarse a sí mismo y actuar con dignidad, elevación y conciencia esclarecida. Cabe al ser humano mantenerse siempre vigilante, siempre atento a los deberes, convencido de que, si dejare de cumplirlos en una existencia, los estará, inevitablemente, acumulando para las siguientes.

Si tantos errores se cometen en la Tierra es porque los seres humanos no se dan el trabajo de raciocinar detenidamente antes de practicar cualquier acto, para poder prever las consecuencias. Por comodidad, por indolencia o pereza mental, muchos atribuyen a los otros la tarea de pensar por ellos y pasan a aceptar como propias las ideas ajenas. Así nacen movimientos con numerosos seguidores propensos a creer en lo que los otros creen o fingen creer, por más absurdos que sean  los objetivos visados.

El raciocinio cuanto más se ejercita más se desarrolla. De ahí la necesidad de perfeccionamiento en el pensar. Con el poder penetrante que el raciocinio posee, no es difícil al lector distinguir lo racional de lo absurdo, lo lógico de lo ilógico, lo cierto de lo errado, y convicto, divisar el camino que lleva al esclarecimiento espiritual.

Encarnación del espíritu
Por Luiz de Mattos
Traducido al español por Adelina González