Valor - Por Luiz de Mattos

El valor es uno de los ángulos determinantes de la personalidad humana y todos lo poseen en mayor o menor grandeza.

Cuanto más se consolida el carácter en el rigor del trabajo cotidiano y en la lucha dirigida para la práctica del bien, más el ser humano siente la necesidad de poner a prueba su valor, a fin de que los resultados correspondan a los esfuerzos empleados. Siempre que alguien, al definirse por una conducta, tuviere que recurrir al propio valor y de él valerse para trazar la directriz a seguir, acrecienta en su acervo, más fortaleza, más un estímulo, más una parcela de enriquecimiento. Todos tienen la oportunidad de externarlo, a cada paso, por algún hecho, por reposar en el verdadero bienestar íntimo que satisfaga la conciencia, alegra el semblante y, como recompensa mayor, transmite a la persona el agradable sentimiento del deber cumplido.

El ejercicio fortalece y revigoriza los atributos y las facultades del espíritu. Él es tan necesario a la mente, cuanto al cuerpo. El ejercicio de la mente consiste en la práctica habitual de actos y pensamientos de valor, que necesitan ser estimulados desde la infancia. Esos actos y pensamientos pueden ser revelados en el hogar, cuando el adolescente asume la responsabilidad de sus faltas, cuando se solidariza con dificultades y sufrimientos de los padres y hermanos, cuando es capaz de un gesto de desprendimiento y renuncia a favor del prójimo.

Los actos de valor se revelan también en la escuela, cuando el estudiante sabe ganar y perder en las competencias deportivas, cuando procede con dignidad en el estudio y en los exámenes, cuando reconoce los esfuerzos paternos y todo hace para tornarse merecedor del sacrificio de ellos. Ejercitados por el adolescente esos elevados atributos espirituales, entrará él en la segunda fase de la juventud con una preparación moral en la que se reflejarán, nítidamente, los trazos de valor de que es dotado. Eso lo habilitará a resistir a las tentaciones propias de la edad, a vivir con método y disciplina, a encarar el trabajo como un bien necesario al progreso, dispensando al semejante el mismo respeto que exige para sí.

En la edad madura, en que el espíritu conserva el precioso tesoro representado por las enseñanzas acumuladas en la adolescencia y en la juventud, el ser humano necesita contar con ese buen caudal, para no ser influenciado por los errores y vicios que se encuentran en el medio ambiente.

Actitudes correctas, por encima de todo francas, si el momento lo exigiere con arrojo, pero siempre serenas y tranquilas, ponderadas y justas, inflexibles y rectas – es la característica principal del notable atributo que es el valor.

Quien vive bajo los dictámenes de la honra y del deber, quien modela los hábitos y costumbres con la argamasa del amor al prójimo y se mantiene constantemente bajo el estímulo dinámico de las vibraciones del bien, crea en su alrededor una barrera fluídica impenetrable a las arremetidas del mal.

El valor de la persona se inicia donde comienza el dominio de sí misma. La cualidad esencial, necesaria al desarrollo del valor, consiste en saber controlar los pensamientos y subyugar los ímpetus y las inclinaciones reprobables, para que el raciocinio pueda apuntarle las mejores soluciones. Si tuviere que ejercer cargos de dirección, necesita dar ejemplos de serenidad, de coraje y de honra, conteniéndose delante de los cuadros emotivos que la vida ofrece, para no descontrolarse ni causar perjuicio a los colaboradores.

Los actos de justicia son practicados, cuando la persona procede con imparcialidad e interés por la verdad. Por eso, ser justo, valeroso y honrado debe constituir la más seria aspiración del ser humano. Pero, nadie puede ser justo sin ser tolerante y moderado, sin comprender la vida en su complejidad, en su aspecto espiritual y contenido realista.

La comprensión clara y verdadera de la vida habilita al ser humano a acelerar el desarrollo y el perfeccionamiento de sus cualidades, para disminuir el número de encarnaciones en este mundo escuela. El desconocimiento de la vida espiritual generó el materialismo en que parte de la humanidad se hunde y se infiltra la degradación moral en todas las camadas sociales. Esa comprensión le proporciona un sentimiento práctico de renuncia a las cosas terrenas, por la certeza de la transitoriedad de su permanencia en este planeta y que son de uso provisorio las riquezas materiales, con las cuales solamente podrá conseguir algunos objetivos de limitado alcance.

La actitud de renuncia, desprendimiento, abnegación, sacrificio y solidaridad humana es el resultado de una comprensión superior de la vida, que aproxima fraternalmente a los seres unos de otros. No obstante, no debe confundirse: ese elevado sentimiento espiritual de renuncia con el desinterés por las cosas, originado por los desengaños y desilusiones que hacen de ciertos individuos seres apáticos, escépticos, solitarios, bohemios, exóticos, fanáticos.

La persona esclarecida, y por eso mismo fuerte, no se deja abatir por desilusiones y desengaños. Comprende las causas de las debilidades y maldades humanas, no confía en perfecciones, sabe que no existen y acepta los acontecimientos con entendimiento racional. Verdadera, leal, honesta y equilibrada, ella no se olvida, de los momentos difíciles de la vida, de que su integridad moral debe estar por encima de todos los intereses, y no teme que su posición inflexible la desvíe del cumplimiento del deber y de la práctica del bien.

El mal jamás prevalecerá sobre el bien. El mal acciona transitoriamente, en un período de tiempo que marca su propia destrucción. Todos los actos malos damnifican gravemente el carácter de quien los practica, y dejan surcos en su personalidad difíciles de borrar. Fortalecer, pues, los atributos de valor, para resistir a los procedimientos indignos, son una necesidad imperiosa e inquebrantable.

No son pocos los egoístas e inescrupulosos que, con falsas apariencias, viven a engañar al prójimo, procurando sacar provecho de todas las situaciones. Indiferentes a la desgracia ajena, solamente se complacen con la satisfacción de sus intereses, por más viles que sean. Con ese procedimiento despreciable, cavan, sin apercibirse, el propio abismo, para cuyo fondo están caminando y del cual solamente podrán salir a costo de grandes sufrimientos.

Los gestos de grandeza espiritual son los que más ennoblecen a las personas en que relucen los índices testimonios del valor- y les proporcionan la anhelada felicidad.

Ningún ser conciente podrá preferir la acción negativa por la positiva, el nada por el todo, el atraso por el progreso, la duda por la certeza, el fracaso al éxito, el miedo por el coraje, la oscuridad por la luz. Aquellos que efectúan el cambio de lo bello por lo horrendo, en el simbolismo de estas comparaciones, ponen de lado el buen sentido y están al sabor de una conciencia apática, totalmente desfigurada en la apreciación de los valores auténticos.

El Racionalismo Cristiano en todas sus obras, propugna por la transformación de ese estado de conciencia lamentable en que se encuentra la humanidad. Ese estado es motivado en parte,  por su entrega a un oscurantismo que entorpece el entendimiento del proceso evolutivo de la vida y de los deberes espirituales del ser humano.

Las buenas o malas acciones atraen para su agente, un resultado que corresponde, invariablemente, a la naturaleza de los pensamientos que lo generaron, como consecuencia de la fuerza de las leyes naturales que rigen el Universo.

Racionalismo Cristiano
Se engañan aquellos que piensan poder escapar a los efectos de sus actos a través del perdón o de otros medios. No existen perdones en el plano espiritual. Urge, entonces, raciocinar para bien vivir.

Es necesario proceder con independencia, valiéndose, cada cual, de los propios recursos morales y espirituales de que dispusiere. Quien hiciere el mal tendrá que rescatarlo, inapelablemente, más temprano o más tarde.

Solamente los actos de valor engrandecen la personalidad y ennoblecen el carácter. Quien los practica se torna un colaborador eficaz en la obra de espiritualización de la humanidad.

Valor
Por Luiz de Mattos
Traducido al español por Adelina González